"....Poco después escuché un suave alboroto en el microbús, pero, maniático ante mi lectura, decidí no levantar la cabeza hasta el siguiente punto, como siempre hacía, para poder retomarla. Lo siguiente que sentí fue algo gélido y duro que me presionaba la nuca y una voz juvenil que me decía: “Hey, gringo, dame todo lo que tengás”.
Momentos después mi celular estaba en la mano del joven. Yo quedé abrazado a mi habitual mochila gris, que ni siquiera tentó. Aun así, no habría encontrado mucho. La señora había puesto a su hijo en el suelo y se buscaba en los bolsillos algo que sacar para contentar a un joven al que no me atreví más que a mirar un instante, pero cuya mirada directa se me quedó grabada para siempre. Mirada de rabia y de tristeza. Insegura, quizás.
El microbús iba por el bulevar Los Próceres mientras el pandemónium aumentaba por momentos. El motorista dejó la ruta usual y evitó hacer paradas. Mientras tanto, los asaltantes iban limpiando y apropiándose de todo aquello que creían que les pertenecía por el hecho de ser ladrones.
Los ladrones estaban agolpados al lado de la puerta como dispuestos a bajar del vehículo. Tras de mí, un chico con gorra roja comenzó a hacer aspavientos, mientras su compañera le decía que se estuviera tranquilo, que ya había pasado. “No soporto a los mañosos”, insistía él, indignado, humillado y con la cara completamente desencajada.
Los raptores finalmente bajaron del vehículo en la 49.ª avenida sur y los hechos se precipitaron. El de gorra roja consiguió acercarse a una ventana y la abrió. Estaba cada vez más nervioso. Su novia miraba a otro lado. Súbitamente se levantó y gritó: “¡Todos al suelo!”. Pistola en mano se dirigió a la ventana que había abierto.
Escuché cinco disparos más por su parte y uno que devolvió uno de los ladrones, quizá con la pistola que minutos antes había acariciado (no sutilmente) la parte trasera de mi cuello. Así fue el breve pero cruel intercambio que se produjo en la 49.º avenida sur.“¡Dele, dele!”, apremiaban los pasajeros con voces tronadoras al motorista, urgidos de huir del lugar del crimen. Me dio tiempo de echar un vistazo atrás, y ahora me arrepiento. Dos cuerpos permanecían en el suelo; supongo que fueron alcanzados por las balas del pasajero. Otra imagen para la galería de la retina.
Algunos de los viajeros mostraban su alegría: “Se lo merecen, así se ahuevan para la próxima”, decía una joven, en un tono elevado.
La 44 llegó a Metrocentro. Ahí la Policía anduvo preguntando a algunos pasajeros sobre lo sucedido. Hablaron con el cobrador sobre los hechos. En las siguientes paradas el cobrador, ojo hinchado y colgado de la puerta, volvía a gritar: “Zacamil, proyectos, a ‘cora’”, como si nada hubiera pasado.Bajé del microbús, caminé los cinco minutos que tengo hasta llegar a casa, me senté y, antes de hablar, rompí a llorar, porque a veces siento que la vida no vale nada..."
Creemos que jugando el papel de ser dioses vamos a solucionar todo, nos envanecemos en la alegría de ver sufrir y morir aquellos quienes pensamos no merecen vivir... Eso no es justicia. Claro, nuestros sistemas judiciales y policiales son de los más corruptos e inhumanos que puedan existir... Pero, no sé... ¿Quienes entonces son los buenos? Si por ambos lados matamos y perjudicamos familias manchándolas de luto.... No entiendo!
Coincido en la última frase del escritor del artículo:
"A veces siento que la vida no vale nada..."
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